17 jul 2013

Traicion (adap) cap 9

▣ Chapter: 09


Mariana vio a Benjamin varias veces durante el mes de septiembre, sin que pudiera objetar nada al solícito y decoroso comportamiento que demostró. Y para octubre ya se había acostumbrado a aquella situación: ya no le importaba que, a todas luces, no la encontrara en absoluto atractiva. Al menos eso era lo que se decía cierta mañana de finales de mes, cuando paseaba por el parque cercano a su casa. La noche anterior Benja la había invitado al cine, y a Mariana le había parecido que todo el local estaba lleno de mujeres esbeltas y preciosas, de cinturas de avispa y figuras de modelo. Mientras que ella, con su vestido de premamá, se había asemejado a un gigantesco hipopótamo...


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Benja, por supuesto, se había presentado tan elegante como siempre, y Mariana había tenido que disimular detrás de una fachada gruñona y malhumorada el intenso deseo sexual que la había asaltado nada más verlo. Un comportamiento que había puesto en peligro el éxito de la velada.

Benjamin no había hecho intento alguno de darle un beso de buenas noches cuando la acompañó hasta la puerta, y se había marchado sin volver la vista atrás. Tampoco le había dicho cuándo volvería a verla otra vez. Lo cual estaba muy bien, se decía enérgicamente Mariana mientras regresaba a casa para desayunar antes de salir para el trabajo.

Aquella relación amistosa había sido idea de Benjamin, en todo caso, y formaba parte del supuesto compromiso que le había sugerido. Si él decidía darla por terminada, ella no pondría objeción alguna. Durante las últimas semanas no había llorado ni una sola vez, y se las estaba arreglando muy bien. De verdad. Y cuando naciera el niño se las arreglaría aun mejor: no sólo tendría un bebé para amarlo y cuidarlo, sino que también podría planear lo que quería hacer con su vida.

Todavía estaba dándose ánimos cuando llegó al trabajo media hora más tarde y se encontró a la señora Bretton completamente alterada.

-Oh, Mariana, me alegro tanto de que hayas venido, cariño... -casi se echó en sus brazos nada más verla aparecer por la puerta-. No sé lo que ha pasado. Nunca jamás me había sucedido, pero me olvidé del encargo de ramo nupcial que me encargó una vecina. Su hija se va a casar hoy... en el registro civil, ¿sabes? Y ella me llamó ayer por la noche, muy tarde, para preguntarme por qué no le había enviado el ramo. Me siento fatal, Dios mío...

-¿Y qué le dijo usted? -le preguntó Mariana con tono suave.

-Le presenté mis excusas, le dije que estaba esperando que me trajeran unas flores para el ramo, y que lo tendría antes de las once de esta mañana - respondió la señora Bretton sin aliento-. Mira, ya he preparado la mayor parte del ramo, pero ya sabes lo torpe que soy para el arreglo floral... ¿querrías terminarlo tú? Luego se lo llevaré yo. No tardaré mucho...

-No hay problema -Mariana desvió la mirada hacia el ramo a medio hacer que estaba sobre la mesa, y añadió con tono cariñoso-: Vaya usted a arreglarse un poco mientras yo me encargo de ello.

Para las nueve y media el ramo ya estaba terminado, y veinte minutos después la señora Bretton se disponía a llevárselo a su vecina. Antes de marcharse, la advirtió de que estaría de vuelta sobre las once.

-No hace falta que se apresure demasiado. Vaya tranquila -repuso Mariana, ya que no era la primera vez que se quedaba a cargo de la tienda-. Me pondré con el encargo de la boda de plata de los señores Baxter mientras atiendo a las clientas.

-Maravilloso, querida -comentó encantada la señora Bretton.

Mariana no llegó a saber cómo ocurrió el accidente. Se hallaba en la trastienda, intentando alcanzar un producto de la estantería subida en una escalera, cuando de pronto se encontró tendida en el suelo, en medio de tiestos de plantas, flores, tierra y agua. El impacto de la caída fue bastante fuerte y por un momento se quedó inmóvil, observando la escalera y rezando para que no se le cayera encima. Luego, cuando tomó conciencia de su situación, se quedó aterrada. ¿Qué había hecho?

Todo el cuerpo le dolía, pero el dolor de la espalda, que amenazaba con extenderse a su vientre, la había dejado petrificada. Debía de haberle hecho daño al bebé. «Oh, Dios mío, no... que por favor no le pase nada a mi hijo, por favor, por favor...», rezaba desesperada. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?

Seguía allí tendida, sin moverse, cuando oyó la campanilla de la puerta: alguien acababa de entrar en la tienda. De inmediato, al escuchar el sonido de unos pasos y una voz de niño, llamó desesperada:

-¿Hay alguien ahí? ¿Podría ayudarme, por favor? Pase a la parte de atrás de la tienda.

La joven madre y el pequeñuelo que llevaba en los brazos le parecieron auténticos ángeles a Mariana. La chica telefoneó a Benjamin con el número que ella le dio, mientras el pequeño permanecía al lado de Mariana, tomándola de la mano y diciéndole que se pondría muy bien dentro de poco...

Se las había arreglado para sentarse en el suelo sin que pudiera levantarse del todo; cada vez que lo intentaba, el horrible dolor de la espalda la obligaba a renunciar. Afortunadamente las dulces palabras del niño la ayudaron, haciéndola olvidarse de su terror. Nunca llegó a saber cómo pudo Benjamin tardar solamente diez minutos en llegar a la tienda procedente de la oficina, pero en el momento en que oyó su deportivo la inundó un inmenso alivio. En cuestión de segundos lo vio arrodillado a su lado, tan mortalmente pálido como ella.

-¿Dónde te duele exactamente, Lali? -le preguntó con voz suave-. No intentes moverte; sólo dímelo.

Mariana se sintió enormemente agradecida de que Benjamin no le espetara un «ya te lo había dicho yo» durante las horas que siguieron, y también de que el médico que la atendió, que por cierto era un buen amigo de su marido, se mostrara tan atento y discreto con ella.

Ross Goodwin no exteriorizó en absoluto su sorpresa cuando se enteró de que la esposa de su amigo millonario trabajaba en una minúscula floristería en el corazón de Richmond.

-No es nada grave: un tirón muscular y varias contusiones que mañana la harán sentirse como si hubiera sido pateada por una mula -le explicó con tono desenfadado una vez que terminó de examinarla, llamó a Benjamin para que entrara en la habitación-. Reposo absoluto durante unos pocos días. Los músculos necesitan tiempo para reponerse.

-¿El bebé está bien? -le preguntó Mariana con voz débil.

-Claro que sí -contestó Ross, sonriendo-. Son más duros de lo que cree. Pero nada de acrobacias, ¿de acuerdo? No está usted tan ágil como antes.

-Gracias, doctor.

-No te preocupes, Ross; yo cuidaré de ella -intervino Benjamin.

Su tono era ciertamente sombrío, y Mariana lo miró con expresión culpable. Aquél también era su hijo, se recordó en silencio, y estaba segura de que Benjamin se había asustado tanto como ella.
Benjamín insistió en llevarla a su coche en silla de ruedas a pesar de sus protestas. Luego le abrió la puerta y la levantó en brazos para sentarla en el asiento, arropada con una manta.

-Lo siento -se disculpó Mariana-. Yo... jamás sería capaz de hacerle daño al bebé y... -le temblaban los labios.

-¿Crees que no lo sé? -le preguntó él a su vez-. El problema es que necesitas protegerte de ti misma y yo he fracasado miserablemente en ese aspecto, ¿verdad? Pero no volverá a ocurrir, Lali.

-No ha sido culpa tuya, Benja -se apresuró a decir Mariana, sorprendida por sus palabras-. Fui yo; debí haber tenido más cuidado.

-Te llevo a casa.

Había cierta inflexión en su tono de voz que le hizo pensar a Mariana que no se refería a su apartamento de Richmond, pero aun así comentó:

-Gracias. Como el apartamento sólo tiene una planta no tendré problema para...

-Me refería a nuestra casa, Lali. A nuestro hogar.

-Ahora mi hogar está en Richmond -protestó apresurada.

-Ni hablar -Benjamin no necesitó levantar la voz para subrayar su determinación mientras repetía, antes de cerrar la puerta del coche-: Ni hablar.

«Oh, maravilloso», pensó Mariana. ¿Qué salida le quedaba? No podía salir del coche por su propio pie. Cuando ya se disponía nuevamente a protestar, Benjamin le espetó mientras se sentaba al volante:

-Lali, por una sola vez, por favor, no discutas conmigo. Ya sé que no confías en mí y que te asusta llegar a cualquier tipo de compromiso, pero sólo te estoy pidiendo que te quedes en casa hasta que nazca el bebé: nada más. No podrás arreglártelas sola durante los próximos días, tal y como estás, y pondrás en peligro la vida de nuestro hijo si vuelves al apartamento. ¿Y si te vuelves a caer otra vez y no puedes alcanzar el teléfono? ¿Y si empiezas a ponerte enferma?

-Por muy sorprendente que te parezca, no tengo costumbre de ello -replicó Mariana con tono tenso, escondiendo el dolor que sentía al darse cuenta de que Benjamin estaba más preocupado por el bebé que por ella misma-. Y todavía quedan dos meses hasta que nazca el bebé; no puedo quedarme contigo hasta entonces.

-Me parece a mí que no es tan infrecuente que la mujer viva con su marido hasta el nacimiento de su hijo -repuso Benjamin con tono inexpresivo-. Tengo entendido que es una práctica normal en algunos barrios -la miró implacable.

-Pero nosotros no somos una pareja normal - argumentó Mariana.

-¿Qué entiendes tú por «normal»? -la miró intensamente a los ojos-. Ese es un concepto muy relativo.

-Benjamin, estaré perfectamente -repuso ella, intentando dominarse-. Seré muy prudente y llevaré mucho cuidado.

-Lo sé, Mariana -esbozó una sonrisa que, sin embargo, no llegó hasta sus ojos-. Porque yo cuidaré de ti. Ahora, podemos ir directamente a la casa si sigues poniendo dificultades o, si estás dispuesta a comportarte como una madre prudente, pasaremos antes por tu apartamento para recoger todo lo que necesites. Tú eliges.

Mariana se dijo que aquel hombre era el más arrogante y autoritario del mundo. Toda su anterior ternura, suscitada por las confesiones con que le había honrado, se había convertido en rabia y frustración. Cientos, miles de mujeres se las arreglaban perfectamente bien en sus mismas circunstancias. ¿Acaso pensaba Benjamin que carecía de sentido común? Aparentemente no.

-¿Y bien? -Benjamin arrancó el coche, imperturbable.

-Te odio -sabía que aquello era una chiquillada, pero estaba siendo tratada como si fuera una niña.

-Encantador.

-Yo... necesito recoger algunas cosas en el apartamento.

-Bien -abrió la guantera y sacó un bloc de notas y un bolígrafo, que le entregó antes de salir del aparcamiento del hospital-. Haz una lista de lo que quieres y del lugar donde está, porque cuando lleguemos al apartamento tú no te moverás de ese asiento. Recuerda que Ross te ordenó reposo absoluto. Y no tientes a la suerte, ¿de acuerdo?

-De acuerdo -asintió Mariana, malhumorada-. Pero cuando lleguemos al apartamento tendré que telefonear a la señora Bretton para explicarle lo sucedido, y también tendrás que entregarle las llaves de la tienda en algún momento. Esa nota garabateada que le dejaste no fue una explicación muy adecuada...

-La señora Bretton no figura por ahora en mi lista de prioridades -repuso Benjamin, sarcástico-. Y no hagas eso -añadió, cambiando el tono de voz.

-¿Hacer qué?

-Ese mohín. Eres una mujer embarazada que ha sufrido una mala caída, pero esa no es razón suficiente para que frunzas así los labios.

-¿Pero cuál es el problema? -exclamó entre sorprendida e incrédula-. ¿Ahora se supone que debo ser de piedra? ¿Es eso? -preguntó irritada-. Bueno, pues no lo soy.

-No, desde luego.

Mariana no podía creer que Benjamin estuviera aprovechando aquel momento para insinuarle que la encontraba físicamente atractiva. Durante el último mes se había inflado como un balón, y era muy consciente de ello. Si Benjamin y ella hubieran estado juntos, si hubieran mantenido una relación íntima y sincera, el cambio experimentado por su figura no habría importado lo más mínimo. Y no importaba nada en realidad, cuando lo fundamental era el milagro que se estaba obrando en su cuerpo. Pero aun así...

Mariana lo miró de reojo mientras seguía reflexionando. Dejando a un lado a Gina Rossellini, Benjamin sólo tenía que chasquear los dedos para conseguir todas las mujeres que quisiera. Bajó la mirada entonces a su abultado vientre y suspiró. Allí estaba ella, como una ballena varada, y Benjamin le estaba insinuando que le resultaba atractiva... ¿Habría sido una simple galantería por su parte? Era la única respuesta.

Para cuando recogieron su ropa y pertenencias y se dirigieron hacia Wimbledon, Mariana se sentía ya tan cansada que hasta el menor movimiento le provocaba un intenso dolor. Salir del coche fue una difícil maniobra, y Benjamin insistió en levantarla en brazos de nuevo para entrar en la casa.

-Yo... -murmuró ruborizada-... siento todo esto. Peso demasiado para ti.

-¿Cómo pueden mi esposa y mi hijo ser demasiado pesados para mí?

Su voz era baja y ronca, y cuando Mariana levantó la mirada hasta su rostro y se convenció de que había hablado en serio, tuvo que recordarse una y otra vez que una de las razones por las que se había casado con ella, probablemente la principal, era porque deseaba perpetuar el apellido Amadeo.

A pesar de sus protestas, Benjamin no volvió a soltarla hasta que la depositó suavemente en la gran cama del dormitorio principal. Se había sentido como mareada en sus brazos, absolutamente hechizada. Ningún hombre tenía derecho a ser tan abrumadoramente atractivo, pensó resentida mientras Benjamin se apartaba de la cama y se retiraba un mechón de cabello que le había caído sobre la frente.

-¿Crees que un buen baño caliente podría relajarte esos músculos? -la miró allí tumbada, tan tensa como las cuerdas de un violín.

-¿Un baño? -la perspectiva de un baño caliente le resultaba demasiado tentadora, y se apresuró a responder afirmativamente antes de que pudiera evitarlo... y tomar conciencia de lo que significaba aquello en sus presentes circunstancias.

Cuando intentó corregirse, balbuceante, Benjamin replicó con voz firme:

-Mariana, a pesar de mi insinuación anterior, no tengo la menor intención de saltar sobre ti a la menor oportunidad que se me presente, si es eso lo que estás pensando. Estás a salvo conmigo. Y acuérdate de que ya te he visto desnuda antes.

Mariana lo miró en silencio, azorada. La perspectiva de que la viera desnuda en el baño, con una barriga que le llegaba hasta la barbilla, no le resultaba especialmente atractiva. ¡Y Benjamin pensaba que era ella la que temía que fuera a inflamarse de deseo al verla! O se trataba de una nueva muestra de galantería, o estaba tan ciego como un murciélago.

-Quédate aquí, que voy a preparar el baño.

Mientras Benjamin se retiraba al cuarto de baño del dormitorio, Mariana intentó al menos bajar las piernas de la cama para sentarse en el borde, pero el dolor era demasiado fuerte. Ni siquiera sería capaz de desnudarse sola; aquel horrible convencimiento le puso los pelos de punta, pero cuando él volvió a la habitación, ya se había resignado y preparado para lo peor. Se sentía tan indefensa como un bebé.

-Bien. El baño ya está listo, así que vamos a quitarte esa ropa. Lo haremos lentamente y con tranquilidad, ¿de acuerdo?

La voz de Benjamin era enérgica; demasiado enérgica, según advirtió Mariana. Debía de estar tan azorado como ella, pero lo disimulaba mejor.

-¿Podrías alcanzarme mi bata primero, por favor? -le pidió apresurada-. Así podré ponérmela cuando esté... desnuda.

A Benjamin le llevó algún tiempo desvestirla. Mariana no conseguía levantar los brazos por encima de la cabeza, así que tardó algunos minutos en despojarla del vestido. A pesar de la delicadeza de los movimientos de Benjamin, la ropa interior se presentaba como la maniobra más difícil. Allí estaba sentada, medio desnuda, deseando que la tierra se abriera a sus pies para tragársela...

Pero el bebé escogió aquel momento preciso para dar una patadita.

-Lali -Benjamin concentró la mirada en su vientre mientras la criatura daba una nueva patadita como para colocarse en una mejor posición, un movimiento que advirtió perfectamente. Luego la miró con una expresión tan emocionada que Mariana se olvidó de su azoro para explicar sonriendo:

-Lo hace constantemente.

-Está vivo. Se mueve, siente...

En silencio, ella le tomó una mano y se la puso en el vientre mientras la criatura seguía moviéndose en su interior.

-Es fuerte -pronunció Benjamin con voz ronca y lágrimas en los ojos.
Aquella reacción conmovió a Mariana más de lo que nunca pudo haber imaginado, y mucho más de lo que le habría gustado. Porque el hombre que tenía ante sus ojos era sincero, auténtico, verdadero. Podría haber tenido otros motivos para casarse con ella, podría ser egoísta e implacable, pero era el padre de su hijo y amaba a aquel minúsculo ser que habitaba en su interior.

-Creo que necesito ese baño ya -intentó adoptar un tono ligero de voz e incluso se las arregló para sonreír mientras él se incorporaba, sin dejar de mirarla maravillado.

Benjamin le echó la bata sobre los hombros antes de que Mariana se despojara de la ropa interior. Durante todo el proceso posterior su rostro no reflejó expresión alguna: tanto cuando la sumergió en el agua caliente como cuando regresó veinte minutos después para sacarla, envolviéndola en un gran albornoz y llevándola de nuevo a la habitación.

Aquella era la habitación que habrían debido compartir, pensó de repente Mariana cuando Benjamin la depositó en la cama con exquisita delicadeza. ¿No pensaría él que...? Asustada, balbuceó:

-No quiero sacarte de tu cama, Benja. Puedo dormir en cualquier otra habitación y...

-Yo no dormiré aquí -repuso él; evidentemente le había leído el pensamiento-. Y no espero que me invites a hacerlo, así que no tienes por qué preocuparte -añadió con un tono levemente irónico, aunque tenso.

Volvió a producirse otro momento algo violento cuando Benjamin tuvo que ponerle el camisón, pero al menos el baño le había relajado los músculos lo suficiente como para que pudiera levantar los brazos y ayudarlo a que se lo pasara por la cabeza.

-Ahora una comida ligera, y luego el par de analgésicos que Ross te prescribió -le dijo Benjamin después de arroparla convenientemente-. ¿Qué te parece una tortilla con ensalada?

-No... no quiero distraerte de tu trabajo -musitó ella-. De verdad, puedes dejarme sola, no hay necesidad de que...

-Mariana, tú te has interpuesto entre mi trabajo y yo, y has significado una «distracción» desde el mismo momento en que te vi -la voz de Benjamin era seca-. Pero -se inclinó para acariciarle los labios con los suyos, entreabriéndoselos luego con la lengua para besarla con absoluta pasión-... momentos como éste hacen que merezca la pena -se incorporó, mirándola con expresión divertida-. Y ahora quédate tumbada y descansa. Deja que el calor del baño haga su efecto, que yo volveré en seguida. Comeré aquí contigo, si no tienes objeción...

-No, claro que no. Quiero decir que sí, que comas aquí conmigo... -respondió, nerviosa.

-Bien -y esbozó una sonrisa sencillamente devastadora.

Mariana se dijo que Benjamin no prodigaba aquellas sonrisas, ya que no era un hombre que pudiera permitirse ser tierno y cariñoso... Aunque lo estaba siendo con ella, y ese pensamiento la inundó de una inmensa alegría.

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