10 jul 2013

Traicion (adap) cap 4

▣ Chapter: O4

EL mes de julio pasó en forma de una interminable sucesión de días calurosos y noches solitarias y deprimentes, pero cuando agosto hizo su aparición Mariana descubrió que se sentía mucho mejor, al menos físicamente. Porque con su estado anímico no sucedía lo mismo.

Ya estaba embarazada de cuatro meses y medio y su cintura se resentía de ello. Las náuseas ya habían desaparecido y se le había desarrollado un voraz apetito. En aquel momento se estaba mirando en el espejo mientras se quitaba el albornoz, antes de ponerse la ropa interior. No tenía tan mal aspecto, teniendo en cuenta las circunstancias, pero en cualquier caso tampoco le importaba.


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La salud del bebé era lo principal.
¡Cuánto quería a aquel bebé! Nada saldría mal. Era joven y disfrutaba de una buena salud. Su bebé estaba perfectamente a salvo. El hijo o la hija de Benjamin...

El doloroso recuerdo de Benjamin la obligó a sobrepo¬nerse. Vistiéndose rápidamente, fue a la cocina para prepararse un buen desayuno. Ya eran más de las ocho cuando dejó el apartamento, pendiente sobre todo del cielo, que anunciaba un inminente aguacero.

-¿Mariana?

Iba tan distraída que se dio de bruces con Benjamin, y fue él quien tuvo que sujetarla para que no cayera a la calzada justo cuando pasaba un autobús.

-Mujer, ¿qué es lo que te pasa? ¿Es que no miras por dónde vas? -le espetó furioso, y no la soltó hasta que volvió a dejarla sana y salva en la acera-. Podías haberte matado.

-Pudiste haberme matado tú -replicó Mariana-. Fuiste tú quien me derribaste.

-Ya. A mi lista de crímenes, tengo que añadir ahora el de asesino de mi esposa -repuso Benjamin, ya más tranquilo.

-Yo no diría eso -ya había empezado a llover, y Mariana se dio cuenta de que se había dejado olvidado el paraguas-. ¿Cómo es que estás aquí? -le preguntó tensa. Benjamin no había intentado verla antes, ni siquiera le había telefoneado después de aquella desastrosa visita a su casa, y ahora se encontraba allí, acechándola a la puerta de su casa...

-Necesito hablar contigo.

Lo dijo con tal falta de calor que a Mariana le en¬traron ganas de llorar.

-No tenemos nada de qué hablar. Creía que eso había quedado perfectamente claro. .

-Me devolviste mi cheque -empezó a decir Benjamin, irritado, y luego, cuando la lluvia empezó a
arreciar, añadió con tono imperioso-: No podemos hablar aquí; esto es ridículo. Tengo el coche ahí al lado. Vamos.

-No.

-Mariana.

Era una clara advertencia, pero la joven levantó la barbilla con expresión desafiante:

-Tengo que ir a trabajar y me estás retrasando, Benjamin. Adiós.

-¡No tienes ninguna necesidad de trabajar en esa pequeña y destartalada tienda, eso para empezar!

- Benjamin ya había perdido toda compostura mientras la agarraba del brazo para impedir que se marchara.

-Pues resulta que a mí me gusta esa «pequeña y destartalada tienda» -le espetó Mariana con tono cortante. Y era verdad. Cuando solicitó el empleo como ayudante tempo¬ral en una floristería al día siguiente de su violenta discusión con Benjamin, hacía ya un mes, no tenía muchas expectativas de conseguirlo y se llevó una sorpresa cuando la llamaron de inmediato para concertar una entrevista.

La señora Bretton era una mujer encanta¬dora, y la entrevista de trabajo terminó convirtiéndo¬se en una amigable charla delante de una buena taza de té. La buena mujer se había lamentado del carácter caprichoso de su hija, la copropietaria de la floristería, que de repente había decidido acompañar a su marido en un viaje de tres meses a los Estados Unidos.

-Comprenderá que sólo puedo ofrecerle este empleo hasta que vuelva mi hija. ¿Le parece bien, querida? Sé que esto no es algo del gusto de todo el mundo...

-De hecho, me vendrá muy bien -había afirma¬do Mariana. El salario no era malo, y la señora Bretton ya le advertido que trabajarían sólo las horas que a ambas les convinieran.

-¿Por qué me devolviste mi cheque esta maña¬na? -volvió a preguntarle Benjamin, agarrándola del brazo.

-Mira, realmente tengo que irme -miró su ros¬tro furioso y añadió con un tono más suave-: Te llamaré esta tarde, ¿de acuerdo?

-¿Cómo te encuentras? -le preguntó con una voz que no revelaba expresión alguna.

-Bien, gracias.

-¿Estás comiendo lo suficiente?

-Sí, sí -se apresuró a contestar, sabiendo que si no se iba en aquel mismo momento, se pondría a llorar como una niña de lo emocionada que estaba por aquellas muestras de preocupación-. Bueno, adiós... -retrocedió lentamente mientras hablaba y él la dejó ir sin añadir una palabra más, mirándola con expre¬sión indescifrable.

La floristería estaba a la vuelta de la esquina, pero para cuando Mariana abrió la puerta el corazón le la¬tía tan acelerado como si acabara de correr una mara¬tón. Lo cual resultaba patético, se dijo furiosa. ¿Por qué no la había telefoneado Benjamin, si tanto le había dis¬gustado que le devolviera su cheque?, se preguntó una vez que se sentó ante la mesa y empezó a arre¬glar una cesta de fresias y claveles. Podía haberlo he¬cho, ya que tenía su número de teléfono.

Quizá había pensado que le colgaría sin atender sus protestas. Tal vez. ¿O acaso se estaba ablandando y dando algunos pasos de acercamiento hacia ella con la intención de regularizar un tanto su relación?

Mariana le había devuelto el cheque porque estaba decidida a arreglárselas sin su ayuda, pero el orgullo de Benjamin parecía resentirse de aquella decisión. Eso era todo. No quería para nada su dinero. Mariana bajó entonces la mirada a la pequeña cesta de flores y comprendió que tendría que empezar a hacerla de nuevo. La señora Bretton se había quedado encanta¬da al descubrir sus habilidades para el arreglo floral; normalmente era su hija la que se encargaba de aque¬llas tareas.

De todas formas, Mariana se dijo que no se llevaría una sorpresa muy agradable si pudiera verla en aquel preciso momento, con lo sumamente torpe que estaba...

Finalmente se concentró por entero en su trabajo y desterró de su mente la imagen de aquel hombre alto, guapo y moreno, de ojos del color del ébano, que la había asaltado a la puerta de su casa aquella mañana.

Mariana dejó la tienda poco después de las cinco, después de un día inusualmente ajetreado que la había dejado exhausta. La lluvia había cesado, y por un momento levantó la mirada al cielo para disfrutar de la caricia del sol. Después del inesperado encuentro con Benjamin la depresión había amenazado con hacer presa en ella durante todo el día, pero ya se estaba empezando a recuperar cuando encaminó sus pasos en dirección opuesta a su casa, con la intención de comprarse un vestido. Todavía no se había comprado ropa alguna de premamá, y ese día había notado que el vestido que llevaba la apretaba un poco.

Pasó la siguiente hora haciendo compras en una pequeña boutique cercana a la floristería, y de camino hacia su casa reservó hora en la peluquería para el día siguiente. Uno de los inesperados beneficios de la maternidad era el maravilloso aspecto que ofrecían su cutis y su cabello. Estaba abismada en esas refle-xiones cuando vio un deportivo plateado aparcado al lado de su portal, como un felino a la espera de su presa. ¡Benjamin!

El corazón le dio un vuelco en el pecho y empezó a latirle acelerado al ver a Benjamin salir del vehículo para dirigirse hacia ella. ¿Qué querría ahora? ¿Seguir discutiendo?

-Creí que habíamos quedado en que yo te llama¬ría esta tarde -le dijo Mariana con tono tenso.

-Error -su tono era tranquilo pero firme-. Me dijiste que eso era lo que ibas a hacer; eso es todo.
Nuevamente el dolor y el pánico combatían en el pecho de Mariana, y fue por eso por lo que le tembló la voz cuando replicó:

-No había necesidad de que vinieras aquí pu¬diendo hablar por teléfono, Benjamin. No le veo ningún sentido a esto.

-Tenemos que arreglar algunos asuntos: el di¬vorcio y todo eso. No podemos enterrar nuestras cabezas en la arena, como los avestruces. Prefiero que hablemos cara a cara.

-Muy bien -cedió Mariana, reacia-. Entonces será mejor que entremos -y buscó las llaves del apartamento en su bolso.

-Gracias -repuso Benjamin con tono sombrío e iróni¬co, pero ella ignoró su sarcasmo para concentrarse en abrir la puerta.

Lo odiaba. ¿Cómo podía permanecer tan imper¬turbable cuando ella estaba tan nerviosa ante su presencia?

-Es muy bonito.

-Sí -aspirando profundamente, Mariana se volvió hacia él cuando entraron en el salón-. Tuve mu¬cha suerte de encontrarlo tan pronto. Mi madre cono¬ce a alguien que...

-No me extraña nada -la interrumpió; en aquel instante su sarcasmo parecía haberse convertido en puro veneno. Evidentemente no le había perdonado a su madre su papel en todo aquello.

-Benjamin.... si vas a estar aquí un rato, ¿no te parece que al menos podríamos comportarnos como seres civilizados?

-Quizá. Hay una cosa que primero quiero con¬firmar. ¿Me devolviste mi cheque porque te está manteniendo William Howard?

-¡No! -su indignación era absolutamente since¬ra-. Puedo cuidar de mí misma, gracias. No necesi¬to a William... ni a nadie -lo miró desafiante.

-Un comentario muy cuestionable, pero no voy a discutirlo ahora -Benjamin cerró la puerta a su espalda antes de entrar en el minúsculo salón-. ¿Cuándo le dirás a Coral que va a convertirse en abuela? -in¬quirió de pronto cuando Mariana ya se había sentado en uno de los cómodos sillones y le invitaba a su vez a tomar asiento.

-Yo... no sé. Pronto, supongo -aquella pregun¬ta la había tomado por sorpresa.

-¿Por qué no se lo contaste en el primer momen¬to, Mariana?

-Porque sé cómo reaccionará: le disgustará reco¬nocer que ha llegado a la edad de ser abuela. Se lo tomará casi como una afrenta personal.

-¿No será el hecho de que el niño sea ilegítimo lo que te contiene de decírselo? -le preguntó él con frialdad.

Mariana se dijo que Benjamin sabía exactamente qué botón apretar para provocarle el máximo dolor.

-No, no es eso. Y realmente no me importa lo que piense.

-Pero tienes intención de decirle la verdad, ¿no? Toda la verdad, incluyendo al honorable William.
¿La verdad?, se preguntó Mariana. ¿Cómo podía confesarle a su madre que el bebé era de Benjamin sin que Coral se apresurara a contárselo a él? Y tampoco po¬dría decirle que era de William. Ni siquiera le había contado a William lo que sospechaba Benjamin: pocos días después de su enfrentamiento a la puerta del restau-rante le habían encargado la realiBenjaminión de un repor¬taje en Oriente Medio.

-¿Mariana? -insistió él.

-Déjalo ya, Benjamin, por favor. No voy a mentirle a mi madre, si es eso lo que estás preguntando.

-¿Tengo que suponer que esa admirable ho¬nestidad también se extenderá a tu jefa?-le pre¬guntó con tono suave, echándose hacia atrás en su sillón y cruzando las piernas-. La señora Bretton, ¿verdad?

Era una postura muy masculina, y Mariana se quedó sin aliento mientras admiraba su físico. Desde que terminaron las náuseas matutinas, que habían funcionado como un eficaz antiafrodisíaco, se había quedado horrorizada al descubrir que sus pensamien¬tos, y sobre todo sus sueños, estaban preñados de erotismo. Y todos relacionados con Benjamin.

-Por supuesto que la señora Bretton sabe que es¬toy esperando un hijo, si es eso lo que quieres saber. El empleo es sólo temporal, hasta que su hija regrese de los Estados Unidos a principios de noviembre.

-¿Y luego qué piensas hacer? -le preguntó Benjamin, entrecerrando los ojos.

-Yo... no estoy segura -balbuceó Mariana. Le habría gustado tener una oportunidad de arreglarse, cambiarse de vestido, retocarse el maquillaje... «Oh, para ya. ¿A quién estás intentando impresionar?», le recriminó una voz interior. Aspiró profundamente y añadió con voz más firme-: La señora Bretton me dijo que podría ayudarla varias mañanas por semana en navidades, cuando suelen tener mucho trabajo.

-Oh, magnífico -murmuró Benjamin con tono sar¬cástico-. Incluso podrías tener el bebé en la tras¬tienda del local y luego seguir con lo que estuvieras haciendo.

-Escucha, Benjamin...

-No, escucha tú, Mariana -la interrumpió, le¬vantándose bruscamente-. No tienes absolutamente ninguna necesidad de trabajar; lo sabes tan bien como yo. Estoy dispuesto a pagarte una cantidad de manera regular hasta que ultimemos el divorcio y arreglemos el aspecto económico.

-¿Por qué? -no había querido hacerle esa pre¬gunta, pero se había quedado bastante sorprendida al recibir su cheque, y más aún ante su insistente ofreci¬miento de ayuda. Simplemente no podía entenderlo.

-¿Que por qué? -se encogió de hombros antes de empezar a pasear inquieto por la habitación, hasta que se apoyó en el alféizar de la ventana, de espaldas a ella-. Porque eres mi esposa, y tienes derecho por ley a una parte de mi patrimonio. ¿Por qué si no?

-No la quiero -replicó ella con voz firme. ¿Por ley? No quería ni un solo céntimo de Benjamin.

-Eso es ridículo y no puedes estar hablando en serio. Necesitarás el dinero.

-No es ridículo y estoy hablando en serio -pro¬testó ella-. Sólo estuvimos casados durante veinti¬cuatro horas, menos incluso, y no me considero una mujer casada en sentido estricto.

-Pero el matrimonio quedó consumado, Mariana -repuso Benjamin, volviéndose de repente hacia ella-. No te habrás olvidado de eso, ¿verdad? -se burló, implacable.

-Por supuesto que no me he olvidado -aquellas imágenes seguían estremecedoramente vivas en su mente y se ruborizó al evocarlas de nuevo. Tanto do¬lor sentía que no pudo evitar decir algo imperdona¬ble-: Pero no tienes por qué mantenerme indefini-damente por una sola noche de sexo, Benjamin.

Benjamin se quedó petrificado durante lo que a ella le pareció una eternidad, hasta que finalmente declaró:

-Qué estúpido he sido. Jamás llegué realmente a conocerte, ¿verdad?

La propia Mariana estaba consternada por lo que había dicho, pero no estaba dispuesta a admitirlo mientras lo miraba fijamente, ruborizada.

-¿Es eso lo que fue para ti, Mariana? ¿Una sim¬ple iniciación al sexo? ¿Qué sucedió? ¿Descubriste de repente que te habías casado con el hombre equi¬vocado? ¿Fue eso? ¿Por eso corriste a buscar a Ho¬ward a la mañana siguiente? -le preguntaba Benjamin, sombrío.

-No fue así -protestó estremecida-. Tú sabes que no fue así. Sólo me marché porque Gina y tú...

-No metas a Gina en esto -la interrumpió Benjamin con amargura-. El hecho fue que apenas transcu¬rrieron veinticuatro horas entre qué te acostaste en mi cama y la dejaste para meterte en la de William. Sa¬bías que estaba loco por ti, y probablemente disfru-taste teniendo a ese pobre payaso esperando en la cuerda floja su gran oportunidad durante años. Y sabías exactamente lo que sucedería cuando te presen¬taras en su puerta jugando el papel de doncella ofen¬dida. Es un truco clásico.

-¿Cómo puedes decir que no meta a Gina en esto cuando tú....? -exclamó indignada Mariana. No quería llorar, no podía permitírselo, se decía mientras los labios le empezaban a temblar.

-Maldita sea -Benjamin había atravesado el salón en dos zancadas para levantarla del sillón antes de que ella se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Es¬taba pálido de rabia-. ¿Cómo puedes cambiar tanto en tan sólo unos minutos? ¿Quién eres tú? ¿Quién eres en realidad? Has trastornado completamente mi vida, me dices negro donde es blanco y blanco donde es negro...

-No, no... ¡Y no te atrevas a culparme!

De pronto Benjamin la besó con un ansia fiera, voraz, implacable. Las lágrimas de Mariana se evaporaron de pura sorpresa, ante el viejo desafío que su cuerpo le lanzaba al suyo y, para su eterna vergüenza, el de¬seo empezó a hacer presa en ella. Su lengua parecía despertarle todos los nervios del cuerpo y, en aquel momento, cuando Mariana empezaba a devolverle el beso con total abandono, Benjamin emitió un profundo gruñido mientras sus manos exploraban sus senos por debajo del vestido.

Mariana sintió que le estaba desabrochando los botones mientras sus manos buscaban una mayor in¬timidad, y no tardó Benjamin en bajarle la parte superior del vestido y deslizarle por los hombros los tirantes del sujetador. Cuando se apoderó de sus senos desnu-dos, la devoró con la mirada.

Mariana pensaba que iba a desmayarse ante las sensaciones que estremecían su cuerpo. Luego, cuan¬do la boca de Benjamin se disponía a tomar posesión de aquello que sus manos ya habían excitado, gimió su nombre sin poder contenerse, en una agonía de de¬seo. Las piernas le temblaban tanto que apenas podía mantenerse de pie, y también podía sentir los temblo¬res que convulsionaban el cuerpo de Benjamin; sabía que en cualquier momento podría tumbarla sobre la al¬fombra y tomarla allí mismo, en aquella habitación. Y ella no podría hacer nada para evitarlo...
Entonces sonó el teléfono. Y siguió sonando. Fue Benjamin quien se recuperó primero, levantando la cabeza mientras le decía:

-Será mejor que contestes.

Por un instante Mariana no pudo moverse, aturdi¬da y mareada, hasta que lentamente se vistió y des¬colgó el auricular. Tuvo que respirar profundamente varias veces antes de encontrar la voz para preguntar quién era.

-¿Mariana? -era la voz de William-. Eres tú, ¿verdad? ¿Pasa algo? ¿Te encuentras bien?

-Sí, soy yo. Estoy bien, William... Es que acabo de llegar del trabajo. He tenido un día bastante duro.

Mariana podía sentir la mirada de Benjamin clavada en su espalda mientras William le decía:

-Espero que no te estés excediendo, Marianita; no hay necesidad, ya lo sabes. Ya te dije que yo podría ayudarte.

Mariana se dijo entonces, irónica, que tenía a dos hombres dispuestos a mantenerla, a cuidarla... y ella no podía vivir con ninguno de ellos.

-No, de verdad, no hay problema -«por favor, William, no prolongues más esto, ahora no ...», reza¬ba en silencio.

-De acuerdo -pero William no parecía muy convencido-. Mira, sólo quería decirte que tardaré todavía una semana o dos en regresar a Londres. El reportaje se ha complicado más de lo que pensába-mos, y tenemos que hacer un par de cosas más que nos llevarán algún tiempo, así que no te preocupes, ¿vale?

-De acuerdo. Ten... ten cuidado.

-Ya me conoces, Marianita: siempre soy muy prudente. Y tú cuida de ti misma, y no tengas empa¬cho en pedirme ayuda si la necesitas. Tienes muchos buenos amigos, así que utilízalos en caso necesario -le dijo William con tono cariñoso-. Te llamaré cuando vuelva. Hasta la vista y tómatelo con calma, ¿de acuerdo?

Mariana alcanzó entonces a oír al otro lado de la línea un ruido de disparos, seguido de una lejana ex¬plosión, y una súbita preocupación por la salud de aquel buen amigo suyo la hizo decir desesperada:

-No corras ningún riesgo, William. Prométeme¬lo. Un reportaje es sólo un reportaje; no intentes ha¬cer el papel de héroe.

-Te lo prometo. Tú ya has jugado el papel de madre, eso es seguro -bromeó-. Tengo que dejar¬te, Marianita...

-De acuerdo, gracias por llamar -murmuró Mariana con tono suave y colgó lentamente antes de volverse hacia Benjamin-. Era William -sabía que era una obviedad, pero prefería eso a aquel silencio so-brecogedor-. Está realizando un reportaje en el ex¬tranjero.

-Lo suponía.

Benjamin parecía haberse convertido en un hombre de hielo: su mirada era glacial, y sus rasgos duros como el granito.

-Quería saber cómo me iba y...

-No me interesa, Mariana. Ni tú ni él. A partir de ahora, dejaremos que los abogados se encarguen de lo nuestro, ¿de acuerdo?

Mariana podía sentir la sombría furia que lo em¬bargaba, y no sabía si aquella ira estaba dirigida con¬tra ella misma o contra su propia debilidad. Lo único que sabía era que lo amaba, y que en aquel preciso momento, si Benjamin se lo hubiera pedido, habría podido perdonárselo todo. Gina, el trato de negocios con su madre... todo.

Pero tuvo que recordarse que Benjamin jamás le había pedido que lo perdonara. Y nunca lo haría.
Esa convicción le heló el corazón mientras lo observaba marcharse sin añadir una sola palabra más. Y sólo algunas horas después, cuando yacía despierta en su solitaria cama, ese hielo empezó a derretirse.

Se preguntaba sin cesar si, a fin de cuentas, no habría sido necesario pasar por aquel último y doloroso encuentro... Incapaz de dormirse, poco después de medianoche fue a la cocina a prepararse una bebida caliente. Resultaba evidente que su relación con Benjamín no tenía arreglo posible, se dijo mientras entraba en el salón sin encender la luz y permanecía de pie frente a la ventana. Y no quería su dinero; eso era lo último que quería de él. Sólo ansiaba una única palabra de arrepentimiento, una indicación de que se había comportado como un estúpido. ¿Era mucho pedir?

Pertenecían a dos mundos distintos. Benjamin le había dicho que no la conocía, pero ella lo conocía aún menos. La punzada de dolor que le atravesaba el pecho era más de lo que podía soportar, y dejó la bebida en el suelo mientras empezaba a temblar como reacción.

Desde el principio había sabido que Benjamin pertenecía al mismo mundo lujoso y sofisticado en el que habían vivido sus padres, pero de alguna forma había creído que él era distinto. ¿Quizá había sido culpa suya? ¿Quizá había esperado cosas que no había tenido derecho alguno a esperar? Fuera lo que fuera, sabía que nunca, nunca volvería a abrirle a Benjamin la puerta de su corazón.

Sólo en aquel momento de suprema desolación descubrió la minúscula llama de esperanza que hasta entonces había albergado en lo más profundo de su alma. Y observó, con los ojos ya secos de lágrimas, cómo se iba apagando hasta morir.

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