10 jul 2013

Traicion (adap) cap 3

▣ Chapter: O3

¿ Y NO le dijiste que estabas embarazada?

Había transcurrido otra semana y Mariana ya se hallaba de vuelta en Inglaterra. En aquel momento estaba comiendo con William en un lujoso restaurante de la capital.

-No. Sólo estuvo una noche en Túnez, y aquella misma tarde discutimos de nuevo. Fue... fue horrible -Mariana tenía ganas de llorar, pero sabía que no podía permitirse esa debilidad-. Le dije que me vol¬vía a Inglaterra y... y que alquilaría un apartamento.


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No le había contado a William toda la historia. Su amigo, al igual que Benjamin, era muy orgulloso, y Mariana sabía que no le habrían gustado nada las sospe¬chas de su marido.

-Supongo que no le haría ninguna gracia que te quedaras en Mimosa -señaló William-. Y menos aún en mi apartamento, sin duda alguna. Bueno, eso puedo comprenderlo.

-¿Pero por qué? Yo le dije que éramos viejos amigos, y que nuestra relación era puramente plató¬nica, pero él no me creyó. Me dijo que la amistad pura y simple no podía existir entre un hombre y una mujer.

-Y tenía toda la razón -replicó William, muy serio.

Eso no era lo que Mariana había esperado, y así lo demostró su expresión de absoluta sorpresa.

-Mira, Marianita.. -aquél era el apodo que William le había dado cuando sólo tenía ocho años, y así la había seguido llamando desde entonces-.... eres preciosa, absolutamente hermosa, pero siempre he sabido que tú me consideras como una especie de hermano mayor. Así que... -se encogió de hombros, con un gesto que pretendía esconder un dolor y una frustración que lo habían perseguido durante años, y a los cuales parecía haberse acostumbrado-... por mí está bien. Prefiero seguir en tu vida como amigo a salir de ella para siempre.

-Oh, William -lo miró fijamente, sintiéndose culpable-. Tú nunca me dijiste... yo no lo sabía...

-Claro que no lo sabías, y no es para tanto. Siempre estaré a tu lado. Y todos los maridos locos y furiosos del mundo no me harán cambiar de idea y de propósito. Mi casa es tu casa, Marianita, siempre que la necesites. Nada de lazos, ni de compromisos. Y ahora... -le sonrió, disimulando su emoción-... sigue comiendo. Recuerda que ahora te estás alimen¬tando por dos.

-William...

Mariana estaba absolutamente conmovida por laconfesión que acababa de escuchar.

-Come, mujer -en aquella ocasión su sonrisa fue realmente sincera-. Esto no es el fin del mundo. No voy a morir de desamor, ni nada parecido. Ya me conoces: soy duro como las viejas botas...

-Me siento muy mal -murmuró Mariana.

-Bueno, pues no te sientas así. No estoy precisa¬mente falto de compañía femenina, como tú bien sa¬bes.

Mariana jamás había imaginado que William pu¬diera sentir eso por ella. ¿Por qué no le había dicho nada al respecto? Lo miró mientras seguía comiendo con buen apetito. ¿Podría ella corresponder a sus sentimientos? Era un hombre guapo, con su cabello oscuro y ondulado y sus ojos castaños... También era muy alto, aunque no tanto como Benjamin. Pero William tenía razón, reflexionó mientras bajaba la mirada a su plato y picaba algo de ensalada. Ella siempre lo había considerado como una especie de hermano mayor. De hecho, lo quería como si fuera su hermano... y no había nada romántico en aquel sentimiento.

-¿Cuánto tiempo más te durarán esas náuseas matutinas? -le preguntó de pronto William-. Estás adelgazando demasiado.

-Me temo que todavía algunas semanas más - suspiró, cansada-. Y ojalá fueran matutinas. Me asaltan en cualquier momento del día o de la noche.

-Pobrecita -la miró con ternura-. ¿Sabes una cosa, Marianita? Algún día tendrás que decírselo. También es hijo suyo. No puedes escondérselo du¬rante toda la vida.

Mariana sabía que tenía razón. Y también sabía que tendría la discusión del siglo con Benjamin cuando se enterara de que estaba embarazada.
William la tomó del brazo cuando abandonaron el restaurante. Como siempre, Mariana se sentía mucho mejor después de haber hablado con William; la mayor parte de aquella noche se le había pasado lloran¬do, permaneciendo despierta hasta altas horas de la madrugada. Se había mudado al apartamento de Richmond que había alquilado el mismo día anterior. Pertenecía a una de las compañeras de bridge de Co¬ral, que al parecer había decidido trasladarse durante un año a los Estados Unidos y alquilarlo mientras tanto. A Mariana le había gustado desde el primer momento, y no había dudado en instalarse en segui¬da.

Se había alegrado muchísimo de encontrar aloja¬miento con tanta rapidez, ya que los tres días que ha¬bía pasado en el apartamento de su madre, a su vuel¬ta a Inglaterra, a las dos les habían parecido demasiados. En cuanto a cómo reaccionaría Coral cuando supiera que iba a ser abuela... Mariana no quería ni imaginárselo.

-¿Cómo ha reaccionado tu madre ante esta situa¬ción? -le preguntó de pronto William, deteniéndose en la puerta del restaurante y rodeándole la cintura con los brazos en un gesto de conmovedora ternu¬ra-. ¿O no necesito preguntártelo?

-Según ella, todo es culpa mía y Benjamin no ha he¬cho nada malo -respondió con amargura.

-Es una mujer muy suya. Resulta difícil creer que...

Mariana nunca supo lo que quería decirle Wi¬lliam, porque de repente una voz fría como el hielo interrumpió su frase y los obligó a separarse inme¬diatamente.

-Tengo que interrumpir lo que evidentemente es un momento muy íntimo, pero quiero hablar con mi esposa.

-¡Benjamin! -Mariana se tambaleó y habría caído al suelo si Benjamin no se hubiera apresurado a sujetarla de un codo, soltándola rápidamente como si no pudiera soportar su contacto-. ¿Qué... ?

¿Cómo...? -balbu¬ceó de manera incoherente.

Tenía un aspecto magnífico; ése fue el primer pensamiento coherente de Mariana. Y estaba furio¬so... mortalmente furioso. Iba vestido de traje formal y parecía haber salido directamente del trabajo.

-Benjamin, éste no es un buen momento para...

-Al contrario, Mariana, es un excelente momen¬to -replicó tenso.

-Yo... ahora mismo acabábamos de comer. Este es...

-William Howard -terminó Benjamin por ella, lanzán¬dole al otro hombre una feroz mirada antes de volver¬se de nuevo hacia Mariana-. Y ahora despídete de tu amigo porque tenemos que hablar de algo serio... de lo cual dependerá que este amante tuyo tenga que hacer¬se una cara nueva en un futuro muy cercano.

-¿De qué estás hablando? -lo miró horrorizada.

-Es muy sencillo, Mariana, pero no me apetece hablarlo aquí, en plena calle.

-Espere un minuto -William ya estaba harto de que lo ignoraran-. Quizá Mariana no quiera acom¬pañarle.

-Aunque pueda parecerle sorprendente, no me importa lo que quiera Mariana. Y no se meta en esto, Howard.

-Benjamin, ¿es que te has vuelto loco? -le preguntó Mariana, anonadada-. Deja de comportarte así.

-No intentes decirme lo que tengo que hacer.

-Ella no va a acompañarlo en el estado en que usted se encuentra -declaró William con tono rotun¬do-. Esto es, no sin mí.

-Está muy equivocado -rezongó Benjamin.

-Usted le ha hecho daño y yo... -William com¬prendió que acababa de cometer una imprudencia, porque Benjamin se volvió rápidamente hacia él con ánimo de golpearlo, y lo habría hecho si Mariana no se hu¬biera interpuesto.

-Benjamin, por favor...

-Yo jamás le tocaría un pelo de la cabeza -gru¬ñó Benjamin, dirigiéndose a William-., y ella lo sabe. Con usted, sin embargo, es distinto.

-Benjamin, dijiste que querías hablar, así que vamos -Mariana habría sido capaz de ir a cualquier parte con tal de separar a los dos hombres-. ¿Dónde tie¬nes el coche?

-Por allí -Benjamin señaló a su izquierda sin apartar ni por un segundo la mirada de William, pero aunque su tono era más tranquilo Mariana seguía percibiendo su tensión.

-No tienes por qué ir con él -murmuró enton¬ces dirigiéndose a Mariana-. No me asustan sus amenazas, Marianita. Ya lo sabes.

Aquel apodo había aflorado con toda naturalidad a sus labios, pero Benjamin se tensó aún más al oírlo:

-Pues deberían asustarle, Howard, si quiere se¬guir vivo.

-Quiero irme, William. Tenemos cosas que dis¬cutir -Mariana le lanzó a su amigo una mirada car¬gada de significado-. Y tal vez sea éste un buen momento para hacerlo.

William comprendió lo que le estaba insinuando y asintió lentamente con la cabeza.

-Vale, como quieras -y se dirigió luego a Benjamin-. Sus tácticas drásticas no eran necesarias. Si ella no hubiera optado por acompañarlo, ningún po¬der sobre la tierra la habría obligado a marcharse con usted. Sólo quería dejarle eso claro. ¿Comprendido?

- ¡Maldito... !
Mariana se agarró desesperadamente del brazo de Benjamin para evitar que lo golpeara, pero William ya se había apresurado a retirarse después de despedirse de ella con un silencioso gesto.

-He creído detectar un segundo sentido en tus palabras cuando le dijiste que tenías que hablar con¬migo -le comentó Benjamin mientras la tomaba del brazo y la llevaba a su coche-. Y eso no me gusta nada.

-Yo... no sé lo que quieres decir -balbuceó. Te¬nía que confesarle lo del bebé, ya que no podría es¬conderle algo tan importante durante mucho tiempo. Estaba embarazada de casi catorce semanas, y amaba con todo su corazón a ese bebé que se estaba desarro¬llando, creciendo, cambiando en su seno. Aún no lo había visto, pero lo quería con todo su corazón. Era parte de su ser y del de Benjamin, y nada podría apartarlo de ella. Nada... ni nadie.

-Quiero decir... oh, olvídalo -se interrumpió Benjamin mientras le abría la puerta de su lujoso coche. Sólo cuando se sentó al volante le dijo con tono brus¬co-: A pesar de esa vida de abandono que pareces haber adoptado con tanto entusiasmo, no pareces muy feliz. ¿Cuál es el problema? ¿No es la hierba tan verde como habías pensado? ¿Ya te estás arrepintien¬do de tu aventura?

-¿De mi qué? -inquirió furiosa.

-¿Cómo lo llamarías entonces? -le preguntó a su vez Benjamin mientras conducía-. ¿Es que no te has acostado con ese viejo amigo tuyo? Y no me digas que ese pobre tipo no está loco por ti porque hasta un ciego se daría cuenta de ello -se volvió para mirarla por un instante y advirtió que estaba ruborizada-.

Ya veo. Así que es lo que parece.

¿Qué era lo que veía?, se preguntó Mariana, con¬fundida. Se sentía muy mal con respecto a William, le remordía la conciencia que no se hubiera dado cuenta de los verdaderos sentimientos que albergaba por ella. De haberlo sabido jamás le habría pedido ayuda ni habría aceptado su invitación para que se quedara en su casa.

-Entonces... -dijo en aquel momento Benjamin-. ¿Qué es lo que quieres hacer, Mariana?

-Yo... necesito hablar contigo de algo. ¿Podría¬mos ir a algún lugar tranquilo, por favor? -le pre¬guntó tentativamente.

-Ah, ¿por qué tengo la sensación de que voy a escuchar precisamente aquello de lo que has estado hablando con el bueno de William? ¿Estoy o no es¬toy en lo cierto?

-Estás en lo cierto -Mariana aspiró profunda¬mente y procuró conservar la calma. Benjamin estaba fu¬rioso, amargado, iracundo, y debería ser ella quien se sintiera así. Ella había sido la engañada, y no él, y no tenía ninguna intención de darle más explicaciones sobre su relación con William. Benjamin ya tenía su aman¬te y había hecho un buen negocio con su matrimonio. Pero ella no formaba parte de aquel paquete, y tam¬poco su hijo.

No volvieron a hablar durante el resto del trayec¬to. Mariana era aterradoramente consciente de aquel gran cuerpo masculino tan cerca del suyo, de su deli¬cioso aroma, de su devastadora apariencia que tanto la excitaba. ¿Cómo podría pasar el resto de su vida sin él, sabiendo que estaba en el mundo viviendo, respirando, hablando, riendo, y que ella ya no figuraba en su vida?, se preguntó desesperada. ¿Se queda¬ría Benjamin con ella? ¿O habría otras mujeres? Pero esta¬ba el bebé; eso, al menos, la destacaría entre las de¬más. Y Benjamin se había casado con ella. Mariana había sido su esposa... aunque fuera por una sola noche. Una noche cuyo recuerdo duraría toda una vida.
Pero Gina lo tendría durante mucho más tiempo; aquel doloroso pensamiento se le clavó en el cora¬zón. No quería amarlo, y durante los primeros días después de su boda se había dicho que lo odiaba... en vano; Benjamin había llegado a formar parte de su ser, lo quisiera o no.

Cuando Benjamin tomó por un desvío y entró por la verja abierta de una finca, al principio Mariana no se dio cuenta de dónde se encontraba. Luego, cuando dejó de abismarse en sus reflexiones y descubrió que la había llevado a la casa de Wimbledon, la que de-berían haber habitado después de la boda, declaró:

-No quiero estar aquí.

-Dijiste que querías ir a un sitio tranquilo para hablar. ¿Dónde podríamos estar mejor que en nuestra propia casa? La casa que escogimos juntos, la casa en la que vivo solo.

-No es nuestra casa -le espetó ella.

-Sí que lo es, Mariana. Tuya y mía, te guste o no.

-No -apenas sabía lo que estaba diciendo, tan consternada como estaba-. Renuncio a todo dere¬cho sobre ella.

-Mariana, nadie tiene por qué renunciar a nada.

-Pues yo sí -hacía algunas semanas que se ha¬bía enfrentado al hecho de que ya nunca viviría en aquella casa como una mujer casada, pero todavía podía recordar vívidamente cada habitación. Habían disfrutado mucho escogiendo las alfombras y las cor¬tinas, el mobiliario de antigüedades y la moderna co¬cina. Había sido un sueño tan maravilloso...

El aroma de las rosas del jardín llegó hasta ella cuando Benjamin detuvo el coche y abrió la puerta. Desde el primer momento a Mariana siempre le había en¬cantado el pequeño y delicioso jardín delantero, pri¬morosamente cuidado. Y el gran vestíbulo forrado de madera de roble, con su antigua escalera también de madera. En aquella casa se habría podido criar a una familia numerosa; le había dicho excitada a Benjamin la primera vez que la vio, impresionada por su ampli¬tud.
Benjamin había sonreído con expresión indulgente ante su entusiasmo mientras le señalaba las inconvenien¬cias de adquirir una casa tan antigua, pero de cual¬quier forma la compró al día siguiente. Y ahora Mariana ya nunca viviría en ella.

-No quiero entrar -insistió de nuevo mientras Benjamin le abría la puerta del deportivo y le tendía la mano para ayudarla a salir-. ¿Acaso no podemos hablar aquí, en el coche?

-No seas ridícula.

Jamás antes le había hablado con tanto desprecio, pero Mariana prefería ser ridícula a entrar en aquella casa con la que tanto había soñado. Unos sueños que siempre habían terminado de la misma manera: con Benjamin y con ella abrazados en la enorme cama matri¬monial, envueltos en sábanas de seda...

-¿Qué crees que voy a hacerte? ¿Tomarte por la fuerza tan pronto como hayamos entrado? Venga, to¬memos un café y finjamos al menos que somos dos seres civilizados.

Mariana salió del coche, reacia, ignorando la mano que le tendía. El vestíbulo era tan hermoso como lo recordaba, con sus dos asientos forrados de seda a cada lado del antiguo arcón, y cuando se dio cuenta de que los ojos se le estaban llenando de lágri¬mas, dijo apresurada:

-Las sillas son muy bonitas.

-Al diablo con las sillas -replicó Benjamin mientras la guiaba hacia la cocina, situada en la parte trasera de la casa, que comunicaba con un gracioso jardín de estilo Marianano-. Siéntate -le señaló uno de los sofás del jardín-. Ahora mismo te llevo el café.

El jardín trasero era bastante más grande que el delantero, rodeado de setos y árboles crecidos. Unos pocos perales y manzanos destacaban en el césped, cerca de algunos sofás de mimbre estratégicamente colocados para aprovecharse de su sombra, y hacia uno de ellos se dirigió Mariana. El aire era denso, cargado de los aromas del verano a esas alturas de ju¬lio, y mientras se sentaba descubrió que le temblaban las piernas de puro nerviosismo. Tenía que decirle lo del bebé ahora, y debería haberlo hecho hacía por lo menos una semana, pensó al tiempo que apoyaba la cabeza en el respaldo y cerraba los ojos, cansada. Últimamente siempre se sentía cansada; como no dormía bien siempre se levantaba exhausta, y odiaba sentirse así. Odiaba aquellas náuseas constantes, aquellas molestias que no la dejaban en paz.

Consciente de que estaba empezando a compade¬cerse de sí misma, procuró hacer a un lado aquellos pensamientos. Cuando Benjamin se reuniera con ella, le confesaría lo del bebé insistiendo al mismo tiempo en que seguía queriendo el divorcio. Mientras tanto, debería aprovechar al máximo aquellos momentos de tranquilidad mientras todavía pudiera hacerlo, antes de que estallara la tormenta; tenía la sensación de que iba a necesitarlo.

Cuando Mariana volvió a abrir los ojos, se dio cuenta de que el aire era más fresco. Lo siguiente que percibió fue la intensa mirada de Benjamin cuando ladeó la cabeza y lo vio tumbado en el césped sobre una man¬ta, a su lado, con un maletín abierto cerca y papeles diseminados a su alrededor, lo cual indicaba que ha¬bía estado trabajando mientras ella dormía. Y traba¬jando durante bastante tiempo, al parecer.

-Oh, lo siento -Mariana no podía creer que se hubiera quedado dormida de esa manera-. ¿Qué hora es? -preguntó confusa-. ¿Es tarde?

-Más de la siete -respondió Benjamin sin expre¬sión.

-¿Las siete? -se dijo asombrada que había dor¬mido cerca de cinco horas. ¿Qué debía de haber pen¬sado Benjamin de ella?

Pero no tardó en saberlo cuando él le dijo con tono firme y tranquilo:
-Mariana, voy a preguntarte algo y quiero una respuesta sincera. ¿Estás enferma?

-¿Qué? No, no, no estoy enferma -no había querido ser tan brusca, pero de repente no encontró otra manera de decírselo-. Yo... estoy esperando un bebé. Era de eso de lo que quería hablarte -vio que

Benjamin no movía ni un solo músculo, ni siquiera parpa¬deaba, y añadió balbuceante-: Por eso... por eso no me siento bien y tengo náuseas constantes... Siento no habértelo dicho antes, en Túnez, pero simplemen¬te no podía...

-Pensaste que primero debías decírselo al padre. Era una afirmación, no una pregunta, y por un momento Mariana no comprendió lo que le estaba di¬ciendo. Cuando llegó a asimilarlo, fue como recibir una bofetada en plena cara.

-¿Lo planeaste? -le preguntó Benjamin, sombrío, mirándola con una extraña expresión que la dejó ate¬rrada-. ¿Lo planeaste? -repitió con un gruñido.

Mariana estaba tan asombrada que no conseguía articular palabra, pero se las arregló para negar con la cabeza mientras Benjamin se levantaba sin dejar de mirarla con repugnancia.

-Así que fue un accidente -añadió, pálido-. Por tu parte al menos, porque no tengo ninguna duda de que Howard sabía lo que estaba haciendo. Está enamorado de ti y tú le presentaste la oportunidad perfecta.

-Estás completamente equivocado...

-Ya, claro.

-Hablo en serio -replicó desesperada, intentan¬do dar forma coherente a lo que quería decirle-. Yo no... nosotros no...

-No te esfuerces -le espetó furioso-. Sabías que estaba loco por ti y lo que sucedería cuando fue¬ras a él en busca de consuelo. Lo sabías. Viviste en su casa, y luego él te visitó en Túnez... ¿cuántas ve¬ces? Y mientras tanto esperaba poder convencerte de que te habías casado con el hombre equivocado. Fi¬nalmente, triunfó más allá de sus expectativas más optimistas.

-No fue así -protestó Mariana, preguntándose por qué se negaba a escucharla.

-Pude comprender cómo te sentiste con lo de Gina -añadió Benjamin, tenso-. Pude incluso compren¬der por qué huiste de mí en lugar de quedarte para enfrentarte a la realidad, debido a la falta de comuni¬cación que sufriste durante tu infancia y a tu temor al enfrentamiento, pero esto... -rechinó los dientes de furia y le dio la espalda, dispuesto a marcharse.

-Benjamin, Benjamin, espera.

Pero Benjamin atravesó el jardín, entró en la casa y desapareció de su vista. Mariana permaneció sentada e el sofá durante algunos minutos más, estupefacta. ¿el mundo se había vuelto loco de repente, o era ella la trastornada? Benjamin pensaba que estaba embarazada de Howard. Todavía no podía creerlo. ¿Cómo podía pensar algo así... cómo se atrevía a...? No estaba dispuesta a suplicarle que la creyera, se dijo con amargura. Benjamin podía pensar lo que quisiera; se había casa do con ella por pura conveniencia, por mucho que a él le gustara pensar otra cosa. Mariana había sido joven e inocente, y virgen: una conveniente madre par su futuro hijo y heredero. El nombre y patrimonio de su familia habían jugado una baza fundamental ¿Cómo se atrevía ahora a representar el papel de marido ofendido?

Para cuando Mariana se levantó del sofá y camm hacia la casa sentía una confusa mezcla de profunda depresión y orgullo herido. Mientras entraba en la cocina, se dijo que Benjamin había tenido múltiples oportunidades de decirle lo de Gina antes de que se casaran, y si era verdadera su ridícula historia acerca de que la madre de Gina le había pedido que ayudara su hija, ¿por qué no se lo había confesado desde u principio? ¿Qué tipo de hombre le habría comprado un apartamento a su antigua amante?

Cuando procedente de la cocina entró en el vestíbulo, se encontró con Benjamin. Seguía teniendo una expresión oscura y sombría, pero Mariana consiguió sacar fuerzas para enfrentársele a partir de la rabia que la embargaba.

-Me voy -se dispuso a pasar de largo a su lado,
pero él la detuvo agarrándola de un brazo.

-Te irás cuando yo te lo diga.

-Suéltame, Benjamin -no forcejeó, y su digna com¬postura pareció irritarlo aún más.

-Sigues siendo mi esposa, ¿no?

-Sólo de nombre -Mariana intentó ignorar el hecho de que el corazón le latía acelerado ante su cercanía-. Y eso no quiere decir absolutamente nada.

-Entonces quizá debamos hacer algo para solu¬cionarlo... -la acercó hacia sí.

-No te atrevas a tocarme -exclamó-. Te odio. -En cambio amas al noble William. Qué criatura más contradictoria eres -comentó con tono suave-. ¿O acaso no lo amas? ¿No quieres que pongamos a prueba ese sentimiento? ¿Podría ser que, en tu deseo de castigarme, cayeras en tu propia trampa? ¿Se apro¬vechó él de ti?

-Suéltame de una vez -Mariana estaba asusta¬da. Aquel hombre airado no guardaba ninguna seme¬janza con el hombre que la había cortejado con tanta
pasión, que la había hecho vivir en su noche de bo¬das una sensual experiencia de puro éxtasis.

-Me condenaste sin un juicio previo, sin darme oportunidad alguna de defenderme -continuó Benjamin, implacable, mientras la estrechaba entre sus bra¬zos-.De pronto me expulsaste de tu vida como si

Fuera un desecho. Pero recuerdo que, en nuestra no¬che de bodas, esos labios tuyos gemían mi nombre sin cesar. Y sé que, en aquellos momentos, tú no es¬tabas pensando en él...

-Detente, Benjamin, por favor... -había decidido que nunca más volvería a suplicarle nada, pero se dio cuenta de que eso era lo que estaba haciendo en aquel preciso momento-. ¿Qué es lo que quieres de mí?

-Cuando me casé contigo pensé que sería para siempre, Lali. ¿Cómo pudiste hacernos esto a los dos?
Y la besó. No fue un beso tierno o apasionado, como aquellos que tanto la habían hecho temblar de ansia en el pasado, sino violento y brutal. Mariana intentó apartarse en vano, porque él se aprovechó de aquellos esfuerzos para inflamarlos a los dos de deseo. Ella sabía lo que estaba haciendo, lo que es¬taba intentando demostrarle, pero era su propio cuerpo el que la traicionaba. Sorprendida y humilla¬da, tomó conciencia de que lo deseaba. ¿Cómo po¬día seguir queriendo hacer el amor con él después de todo lo que había descubierto? ¿Acaso no tenía orgullo?

-Me deseas -murmuró Benjamin contra sus labios, sin dejar de acariciarla-. Podría tomarte ahora mis¬mo... tú me deseas, Mariana.

-No... -mintió y ambos lo sabían, para su ver¬güenza.

-Sí que me deseas capturó sus labios una vez más y de repente, cuando Mariana abandonaba ya del todo sus resistencias, la apartó de sí con sorpren¬dente brusquedad-. Pero yo no te deseo a ti -la miraba con los ojos entrecerrados, tenso y furioso-. No con el olor de ese hombre en tu cuerpo. ¿Cómo pudiste permitirte esa escena con Willian a la salida del restaurante y luego responder a mis caricias como lo estás haciendo en este mismo momento? ¿Le esta¬bas pagando de esa forma que te hubiera invitado a comer? Muy barato te vendes, Mariana.

-Eres un...

-Nada de insultos -le advirtió, sombrío.

-Yo no habría necesitado la ayuda de William si tú no te hubieras dedicado tanto a tu amante y a ha¬cerle un nidito de amor -le espetó Mariana, atacán¬dolo de esa manera para disimular el dolor que la desgarraba por dentro-. Tú lo sabes tan bien como yo. Y no voy a quedarme aquí a escuchar tus acusa¬ciones. Te odio. Te odio.

Se volvió para salir a toda prisa de la casa. Benjamin la alcanzó cuando ya había recorrido a medias el sende¬ro empedrado, obligándola a volverse, y ningún po¬der sobre la tierra pudo evitar que Mariana le propi¬nara una fuerte bofetada en la cara. El sonido fue semejante al de un disparo de pistola, y por un mo¬mento todo quedó inmóvil, paralizado en un sobreco¬gedor silencio.

-Lo siento, Benjamin -se disculpó con voz tembloro¬sa Mariana después de lo que le pareció una eterni¬dad, esforzándose por no estallar en sollozos-. No he debido pegarte; lo sé. Perdóname.
Benjamin no dijo nada durante un buen rato, hasta que pronunció con tono inexpresivo.

-Te llevaré a tu casa.

-No hace falta -luchaba con todas sus fuerzas contra la necesidad que sentía de llorar-. Puedo to¬mar un taxi; no hay problema -no se atrevía a mi¬rarlo.

-Vamos, sube al coche.

Mariana ya no discutió más. En realidad, no creía que sus temblorosas piernas pudieran llevarla más le¬jos del deportivo de Benjamin. Una vez dentro del vehícu¬lo, seguía sin poder creer que le hubiera pegado. Y lo peor de todo era saber que, por muy enfadado que Benjamin estuviese con ella, a él jamás se le habría ocurrido levantarle la mano...

Durante algunos kilómetros ninguno de los dos habló sumidos en un opresivo silencio hasta que Mariana dijo con voz débil: ,

-Mi apartamento está en Richmond, en...

-Sé dónde está -la interrumpió con frialdad.

Por supuesto, pensó Mariana con amargura, su madre se lo habría dicho. No tenía duda alguna de que Coral procuraba mantenerle informado de todos sus movimientos. Desde que volvió de Túnez, no había hecho más que ordenarle que regresara con marido, preocupada como estaba por el lucrativo negocio que le suponía la fusión de sus empresas con el imperio comercial Amadeo.

Ninguno de los dos volvió a hablar, y cuando detuvo el coche delante del edificio en el que es el apartamento de Mariana, la joven se apresuró a lir antes de que él tuviera oportunidad de abrirle puerta.

-Adiós, Benjamin.

Él ya había salido y se encontraba a su lado, mirándola con expresión inescrutable.

-Adiós, Lali.

De alguna manera, Mariana intuyó que se est despidiendo para siempre de ella. Despidiéndose su matrimonio, de sus sueños, de sus esperanzas, un futuro juntos. Y no podía soportarlo...

Durante unos segundos la verdad tembló en, labios. Quería decirle que jamás se había acostado con William, que él no era nada más que un amigo, que el hijo que llevaba en sus entrañas era carne su carne y sangre de su sangre, y que lo quería mas que a nadie en el mundo porque era suyo. Algo de aquella lucha interna debió de traslucirse en su rotro, porque Benjamin le Preguntó preocupado: ¿Te sientes mal?
-¿Qué te pasa.?

Pero nada había cambiado. Mariana continuaba analizandolo mientras la cabeza le daba vueltas. Las razones que habían motivado su separacion seguian ahi y no iba a luchar por conservarlo. Levantó la mirada de aquel rostro que tanto amaba, Si luchaba libraria interminables batallas du¬rante el resto de su vida porque siempre habría una Gina que suplantara a la anterior. Criaría a su bebé sola, a su manera; le inculcaría sus valores y principios, fueran acertados o no. Pro¬bablemente era mejor que Benjamin no sospechara que el niño era suyo; de esa forma los dejaría a ambos en paz.

-¿Qué te pasa? -le preguntó de nuevo...

En aquel momento sí encontró la fuerza - necesaria para responder:

-Nada. Adiós, Benjamin -y entró en el portal.

Se trataba de una despedida definitiva.

Se habían casado creyendo que pasarían el resto de su a vida jun¬tos y, de pronto, todo había acabado. Entró a al edificio y cerró la puerta a su espalda con el rostro bañado en lágrimas. Y oyó luego el sonido del coche de Benjamin alejándose para siempre.

2 comentarios:

  1. Perdon que me meta y no pude leer los otros capitulos pero... Mariana esta embarazada de Benja? jejeje me re engancho la nove
    Besos

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